Manifiesto de las Madres Patosas

Ya está bien de fingir. Salgamos del armario, amigas. Digamos alto y claro que nosotras intentamos ser madres competentes, pero no nos sale. Que luchamos contra la logística cada día, y acabamos con el moflete en la lona. Que nos gustaría que los demás creyeran que tenemos la situación controlada, pero la situación tiene la mala costumbre de acercarse, levantar la patita y mearnos encima. Empiezo yo, abro el armario y salto.

-Yo he corrido a un chino in extremis para comprar toallitas que no tenía una vez más y al ir a cambiar a mi niño me he dado cuenta de que eran toallitas desmaquillantes.

-Yo he dejado sin desayunar a 18 niños la tercera semana de colegio porque no me había enterado bien de lo de los desayunos colectivos.

-Yo no encontraba nunca el paracetamol y la jeringuilla a la vez, y ahora tengo una bajo custodia, que solo mi pareja sabe donde está, por si las moscas.

-Yo si ambos calcetines tienen rayas y lunares (sin entrar en minucias de formas y colores), me doy por satisfecha.

-Yo utilizo claves mnemotécnicas inconfesables para acordarme de los nombres de los niños de la piscina.

-Yo he pagado audioguías en museos sólo para tener minutos de calma mientras mi niño le quita y le pone las pilas.

-Yo  he hecho papillas de cereales que, cuando se secaban, no las quitabas del bol ni con KH7.

-Yo no fui a una fiesta de la guarde porque era a las doce del mediodía de un viernes laborable y pensé que no iba a ir nadie, y luego estaban allí los padres de todos los niños y hasta algunos parientes sin línea directa de consanguinidad.

-Yo tengo un niño que antes de salir de casa me pregunta si llevo las llaves y el móvil, y me ruega que no pegue a las columnas del garaje.

-Yo hice una check list para bajar con dignidad y sin olvidos a la piscina de la urba y acabé buscando la check list.

-Yo tiré una estantería de adornos de Navidad en el Corte Inglés cuando Hernán era bebé, rompí cinco y le puse una bola despachurrada entre las manos mientras le echaba la bronca en voz muy alta.

-Yo olvidé un pantalón de recambio una mañana de aperitivo, y cuando se manchó hasta las orejas de caca, lo lavé en el lavabo de un bar, le hice un pantalón con mi foulard y ahí estuvo comiendo aceitunas cual mogli.

-Yo tuve una época que, en cuanto entraba en la farmacia, la chica me ponía un chupete nuevo.

-Yo tenía la mala costumbre de dejarle a mi niño los termómetros (porque era lo único que lo tenía un rato callado) y en las madrugadas de fiebre organizábamos siempre un safari precioso en busca de uno con pilas.

-Yo paseé a mi niño con dos meses por todo el barrio de la Viña de Cadiz con un pijama del monstruo de las galletas (creía que era un trajecito fresquito) para regocijo y cachondeo del vecindario.

-Yo inventé el juego de «una canción tú y una yo» para descansar de Don Pepito y ahora tengo un niño que me pide a Nacho Vegas.

-Yo un domingo me aventuré a ir a la piscina de invierno con Hernán y al llegar me di cuenta de que solo tenía un pañal de agua pequeño. Y entonces inventé la compresa para peques (un día de estos la patento).

-Yo en un momento de pánico le puse a Hernán los calcetines de ganchillo que llevaba la pepona que usé para las clases de porteo.

Y vosotr@s , amigas, despistadas con prole y sin kleenex en el bolso, robadoras de toallitas, sprinters detrás del autobús escolar en las excursiones, sin nada que merendar a la hora de la merienda, sin botella de agua cuando hay sed, y, por supuesto, sin botiquín portátil. Probablemente, por puro contraste, nuestros hijos saldrán ordenados, lógicos y meticulosos. Lo estamos haciendo por ellos. No sufráis más, salid y contarlo. El primer paso es reconocerlo.

 

 

 

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Plátanos

Mi hijo sufre cuando algo se rompe. Me mira desconsolado en el desayuno con el plátano quebrado entre las manos. Sus ojos me imploran por las noches que la página del cuento vuelva a su sitio sin chapuzas de celo ni remiendos. No concibe que su madre –capaz de parir pajaritas de papel- no pueda solucionarlo. Le explico con palabras sencillas que hay cosas irreparables. Pero que los plátanos a trozos están ricos y que no hay parche que impida volar al pájaro Pipo. Él discrepa tajante. Cómetelo, léelo, ríndete tú si quieres, me dice su berrinche. Yo le consuelo pero no le cambio el plátano ni le compro un libro nuevo. Resistencia a la frustración lo llaman los psicólogos.

Algún día, cuando sea mayor, descubrirá, por muy feliz que sea, que no solo las cosas se rompen. Que, a veces, aunque nos esforcemos, las complicidades mueren, parte de nuestros objetivos se desvanece y quienes quisimos ser se quedan rezagados fumando un cigarro en un área de servicio. Que su madre no solo no puede arreglar un plátano, sino que es ella a su vez un plátano remendado. Como le sucede,  imagino, a la vecina de arriba y abajo, al presentador de la tele, al presidente del Gobierno.

Habrá que enseñarle entonces a sacar pecho de sus grietas. Decirle que por ellas se escribe, se canta, se diseñan cohetes y se hace la gente a la mar. Y que si pudiésemos chasquear los dedos y tener de nuevo el plátano intacto, la vida sería mejor, qué duda cabe. (Llévenme un minuto al lugar donde viven mis perros muertos, las tardes con mi abuela, los sueños antes de mancharse, las risas con esas personas que ahora me gustan en facebook). Pero que en ese país proliferan los apartamentos turísticos y no queda un solo bar de viejo en las esquinas.

 

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El indio que se apiadaba de Romeo y Julieta

             “Lo que siempre me ha sorprendido de los occidentales es la capacidad que tenéis para aguantar el dolor en la literatura”. Se llamaba Patel, era de Mumbai, y leía a todas horas. Había heredado un negocio que le obligaba a viajar por el mundo y le pagaba los libros. Se notaba enseguida que para él todo lo que no fuera literatura, eran puros prolegómenos. Esas páginas que hay que apartar como maleza para llegar al primer capítulo.

               “’Carmen’ ‘Romeo y Julieta’, ‘La Casa de Bernarda Alba’, ‘Yerma’, ‘Madame Bovary’, “Frankestein”, las tragedias griegas, las operas, las películas. No puede uno parar de llorar. Pareciera como si, en vuestras grandes obras, el destino siempre estuviera en contra de sus personajes”, me comentó.  Asentí. Debo reconocer que sufrir leyendo supone para mí un placer inmenso. Y así debe de haber sido para millones durante siglos, si atendemos a los títulos que coronan nuestra literatura europea. Le respondí, sin embargo, que me parecía que esta predilección por el drama romántico casaba bien con los gustos indios (al menos los cinematográficos) que había apreciado en mi viaje. Y entonces él me contó la historia de los amantes de Lodurva para enseñarme a apreciar la diferencia.

 Moomal era una princesa bella y esquiva. El apuesto Mahendra intentaba en vano ganarse su corazón. Al fin logró convencer a su doncella de que le dejara penetrar en sus aposentos, donde consiguió seducirla. La felicidad era completa, pero no podía durar. La hermana de Moomal, deseosa de conocer al amante, se disfrazó de juglar y se quedó guardando su puerta. Esa noche, Mahendra se retrasó y al saltar por la ventana encontró a su amada durmiendo en los brazos de un juglar.

          En este punto, me explicó Ravi, los occidentales probablemente habría optado por el suicidio de Mahendra primero, y de Moomal, después, al ver lo que había pasado, al estilo de “Romeo y Julieta”. El personaje derrotado por la realidad. Los indios prefieren concederles una segunda oportunidad.

Tras unos días, Moomal, extrañada de que Mahendra no venga a visitarla, se disfraza de hombre y recorre todas las tabernas de la ciudad. Lo descubre en una de ellas, derrumbado en un rincón, y le reta a una partida de naipes. El, sin reconocerla, le cuenta sus desventuras amorosas. Ella, emocionada, deja caer su capa y le explica lo sucedido, y se perdonan y se aman…. Y entonces, cuando todo es perfecto, de la emoción, los dos amantes se mueren.

 “¿Cómo?”, me indigné yo. “¿Ahora que todo marcha bien? Patel reía: “Ahí está la diferencia. Vosotros matáis a los personajes de pena, nosotros los fulminamos de felicidad”. 

MIRIAM MÁRQUEZ

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¡Hasta pronto!

No, no me he fugado. Me voy a la India un mes en busca de historias «temerarias». Echaré de menos vuestros comentarios.

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El periodista kosovar que vendía exclusivas a precios de calderilla

                       Empezó como traductor de albanés y de serbio. Hasta que un día, viendo tan perdido en Pristina a un flamante reportero estadounidense de un gran medio de comunicación, se ofreció para echarle una mano en la producción. Sólo horas después entregó al plumilla anglosajón un folio con direcciones y teléfonos. Por supuesto, tuvo que traducirle algunas siglas y situarle en el mapa cada uno de los lugares mencionados. Después, le hizo las llamadas, le concertó las citas, le transcribió las entrevistas, le sugirió nuevos enfoques y le subrayó con un lápiz rojo las mejores declaraciones. Esas mismas que después fueron escritas en caja alta en la sección “Mundo” de aquel prestigioso periódico de ultramar.

                   periodista nicolas vial  Como le pagaron en tres días, lo mismo que gana trabajando un mes en su gaceta, el periodista kosovar se ofreció para nuevos encargos en el futuro. “La guerra”, decía, “también puede ser una materia prima en una tierra que no parece tener mejores frutos”. Desde entonces, era frecuente verle salir corriendo de su mesa de redacción para recibir a un grupo de reporteros extranjeros vestidos como para ir de safari. Rápidamente, como si se tratara de una escuela de idiomas, les ponía una nota. Algunas preguntas sobre el desarrollo de la guerra, los cargos políticos y la actualidad del conflicto, servían para su diagnóstico inicial. A veces bastaba sólo verles cómo se ataban los cordones de sus botas Pánama Jack.

                        Pasaron dos, tres años, y las crónicas del periodista kosovar ganaban en aplomo, en profundidad, en ironía. Grandes artículos propios que pasaban desapercibidos entre un pueblo bastante pobre, bastante cansado de la guerra y que para ver muestras de la corrupción imperante sólo tiene que echar un vistazo a su alrededor. Su sueldo no aumentó una pizca, por lo que los periodistas extranjeros seguían siendo bienvenidos. Siempre que iba a su primera entrevista con uno de ellos hablaba de los artículos que había publicado –sin que su nombre apareciera en ningún sitio, por supuesto- en las más importantes cabeceras del mundo. Me dijo que no le creían demasiado –»hay tanto fanfarrón suelto en este mundo»- y él no insistía porque no quería dar impresión de colgado. A veces los periodistas escribían directamente lo que él les contaba, lo que él describía. Después de haberle sacado el jugo, los reporteros extranjeros, sin moverse de su silla,  le rebatían sus historias. Como queriendo dejar bien claro que ellos tenían también sus propias ideas. No fuera alguien a confundirse sobre el verdadero autor del texto.

          Me contó todo esto tomando una copa en un bareto medio “cool” de Pristina. «Hay de todo por ahí, pero mi experiencia general es ésta». Yo le miré con cara de estupor sin poder evitarlo. Pero él se reía con su paquete de tabaco Marlboro y su copa de Martini, ganada con su sudor y buenas ideas. No parecía ultrajado porque nadie supiera de su existencia tras años de cobertura en la sombra.  Él vivía, digno y auténtico, comprendí. Y yo también, como los de las botas Pánama Jack, me sentí enferma de ego.

MIRIAM MÁRQUEZ

 

*Ese gran periodista no puede decir su nombre porque, obviamente, perdería una de sus principales y necesarias fuentes de ingresos.

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El infiel reincidente que compraba coartadas al por mayor

               Pensé que nadie respondería a aquella petición de entrevista dejada sin mucha fé en un foro de infieles (sí, existen, y en ellos se dan consejos, se pasan trucos, se hacen compañía), pero allí estaba aquel e-mail en mi bandeja. Me pedía un número para llamarme.  No lo hizo hasta el día siguiente. “Claro”, pensé antes de contestar, “seguro que ahora está agazapado en su despacho”.Carmin

                    Me saludó con total naturalidad, como si el tema de mi reportaje fuera el cambio climático o la crisis inmobiliaria. Me dijo que llevaba siete años engañando a su esposa, y cuatro sirviéndose de los servicios de una empresa de coartadas. Era capaz de aguantar la rutina dos meses, en los que se conformaba con escaparse con su amante a un hotel de carretera algunos jueves. Pero el tercer mes, la agencia le preparaba un viaje de trabajo, una conferencia, un premio que recoger en alguna capital europea. A la vuelta dejaba en sus bolsillos el billete de avión falso o el ticket del perfume que le había traído de regalo a su esposa. “Lo compraste en el último momento en el aeropuerto de Amsterdam y sabes que detesto esta marca”, le reprochaba su esposa. Y él asentía, un poco azorado, antes de darle un beso para que le perdonara su dejadez.

                Antes de regresar de sus viajes pasaba por su despacho a recoger su paquete. Encontraba un dossier exhaustivo sobre la ciudad elegida. Le detallaban si había hecho buen  tiempo o había diluviado, le advertían de que el principal monumento estaba cubierto por trabajos de restauración, y hasta le proporcionaban un par de críticas bien documentadas sobre el tráfico o el retraso de una escala por si le apetecía llegar a casa de  mal humor.

                   “Me considero mejor marido que cualquiera porque en vez de seguir mis instintos, he optado por cumplir con mi familia, con mis hijos, con aquello a lo que me comprometí”, me contó. “Supedito mi felicidad a la estabilidad de mi casa. La sinceridad es el precio que todos tenemos que pagar por nuestro equilibrio”. Me lo imaginé rodeado de aquellos falsos premios y menciones que, ya de paso, se traía de sus atareados fines de semana. Le pregunté si creía posible mantener esa vida durante muchos años más, si no tenía miedo de que en algún momento su mujer se diera cuenta de la mentira. Se quedó tenso y callado al principio pero después recuperó su aplomo. “Hay una cosa que he aprendido en los foros de adúlteros”, me dijo, “lo complicado para un infiel son los tres primeros años. Si una mujer no ha sospechado nada en ese tiempo, es porque no quiere enterarse”.

MIRIAM MÁRQUEZ

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La marroquí rebelde a la que un rey pagaba las facturas

                                  “Está muy cansada y un poco asustada”, me dijo su ayudante, “pero aún así le ruega que vaya a verla al hospital”. Me di cuenta por su tono que me invitaba por compromiso porque sabía que estaba en Casablanca sólo para conocer a Aïcha, y les respondí que no hacía falta. A los dos minutos, el teléfono sonó y Aïcha en persona me susurró con la poca voz que le había dejado el cáncer: “Vamos a dejar las cortesías para la gente que tiene tiempo”.

1 (44)

                                   Me recibió incorporada en la cama del hospital como si estuviera en su despacho. Movía las manos, perforadas de tubos, para describirme la nueva guardería, los cambios que habían introducido en la organización, la historia de las nuevas mujeres embarazadas y abandonadas que habían llegado a  Solidarité Feminine, para escapar de la marginación y hasta del hambre. “Ahora muchos hombres marroquíes fingen haber evolucionado, ser más liberales, más igualitarios con sus novias hasta que tienen sexo con ellas. Sin embargo, cuando se enteran de que están embarazadas, se desentienden.  Algunos lo primero que hacen es darles una paliza. Así se evitan las palabras. No tienen que decir, por ejemplo,  ‘te abandono’”.  Pero ahora, al menos los de Casablanca, sí que tenían que rendir alguna cuenta. Un grupo de trabajadoras sociales de Solidarité Feminine, me contó Aïcha, se encargaban de pelear por la identidad del niño, investigaban, visitaban a la familia del padre, le sacaban los colores. Lograban, en definitiva, un futuro para él en forma de apellido.

                                     Se calló de pronto porque estaba un poco mareada. Pidió un espejo y su bolso de maquillaje. Se quitó un cerco oscuro que le había dejado el rimmel. Después se arrancó el gorro verde de hospital y se puso su pañuelo sobre sus escasos cabellos. Le iban a regañar, claro, pero mientras tanto. 1 (29)

                                    Me dijo con quién podía hablar para mi reportaje. Me contó que antes las mujeres eran más comunicativas, pero que ahora había  una ola de integrismo, a la que no quería enfrentarse el monarca Mohamed VI. Que no eran pocas las mujeres que recibían insultos en la calle, que a una le habían quemado la semana anterior el kiosko de frutas que había puesto con su ayuda.  Ella,  Farida, solía tener un gran don para contar su vida, pero ahora estaba aterrada, así que tendría que ir despacio. Me reveló que lo tendría todo resuelto con los críos si conquistaba a Mahmud, el más guerrero, el de las cicatrices en las rodillas, el jefe de ese clan de niños sin padre que podrían haber estado trapicheando en cualquier rincón si no hubiera sido por Aïcha.

                                Se calló de pronto como quien se acuerda de algo inconveniente. Se volvió hacía su ayudante y le preguntó delante de mí  si habían resuelto ya el pago del hospital.  La ayudante asintió y dijo que esa misma mañana habían recibió una carta de una personalidad sumamente importante que se haría cargo de todo. “¿S.M. Mohamed VI?”, preguntó Aïcha. Yo, claro, me reí con muchas ganas de de su ocurrencia, hasta que el  gesto de enfado  de la asistente por la falta de prudencia de Aïcha me indicaron que había metido la pata.1 (33)

MIRIAM MÁRQUEZ

*Aicha Ech-Channa fundó en 1985 “Solidarité Feminine”, una organización sin ánimo de lucro que cuida y defiende a madres solteras marroquíes y a sus hijos. Gracias a sus talleres de formación, su salón de belleza, su hamman y su panadería, las mujeres consiguen ganarse la vida.

**Las fotografías fueron tomadas por Enrique López Tapia en un viaje posterior. Aïcha, afortunadamente, ya había salido del hospital. 

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La actriz porno que odiaba la Torre Eiffel

mujer fumando 3                          En realidad no se llamaba Eva, sino Anita. “Un nombre terrible en su profesión”, me dijo, “porque evocaba en muchos hombres una hermana, una abuela, un novia de la adolescencia que les dio calabazas”.  Yo no estaba muy de acuerdo, pero cerré el pico. En parte porque qué sabía yo lo que pensaban los hombres polacos, y en parte porque una mujer que en cinco minutos te cuenta que es actriz porno y te invita a un cigarrillo, merece ser escuchada.

                       Tenía la piel transparente. Los labios y las uñas sin pintar. Llevaba una diadema azul y el cuello de la camisa blanca bien planchado. Su escote era el más tímido del vagón que avanzaba camino de Varsovia. Su ropa olía a suavizante. Y a pesar de la paz que exhalaba su atuendo, su cara estaba crispada. Había llorado. Sacó un paquete de cigarrillos de un monedero a lunares. Me hizo un gesto de convite, y salí con ella al pasillo.

                        Me contó que había viajado a Lodz para ver a su madre. Ella llevaba quince años viviendo en Francia, pero regresaba a Polonia para ver a su hija. Entonces Anita abandonaba sus tacones, la raya negra de sus párpados, el móvil con cámara, la i-pod, su vida de los últimos cinco años en la capital. Volvía a Lodz, su ciudad natal, fingiendo ser una secretaria con suelas de goma, una chica para todo con un sueldo bizco, como los demás. Pasaba menos de una semana con su madre, luchando ambas por encontrar algo que contarse. De regreso a Varsovia, traía el dinero que ella había ahorrado para que estudiara por las noches metido en un monedero muy viejo con una Torre Eiffel dibujada. Al principio se sintió mal dilapidándolo. Después, ya ganándose la vida como actriz porno, empezó a invadirla algo similar a la vergüenza al imaginarse a su madre trabajando tanto por semejante miseria. Veía acercarse en el tren las luces de la capital con los euros entre los dedos y le envolvían las ansias de revancha.

                                Aquella vez, volvía sin Torre Eiffel, sin el rulo de billetes.  Su madre, me contó, se había enterado de que Anita era Eva.

                                La última media hora de viaje, la chica estuvo un poco taciturna. Pocas ganas le habían quedado, después de desahogarse, de mirar hacia mi asiento. Sólo la vi, antes de escapar del vagón, dirigirme un guiño desenfadado. Se había quitado la diadema y se notaba en su cara la ansiedad por diluirse en la noche de Varsovia. Tenía una mirada encendida. Me pregunté cuánto tiempo tardaría en evaporarse el olor a suavizante barato.                 MIRIAM MÁRQUEZ

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La cocinera cubana y la tentacion que olía a trufa

                  A Sonia un día el diablo vino a verla. Un millonario («un capitalista de la cabeza a los pies», cuenta ella) se alojó en la habitación de su casa reservada a turistas. Desde el principio le extrañó que en vez de brujulear por las noches, como la mayoría de los viajeros solos, prefiriera quedarse cenando con ella. Aprovechaba entonces para pedirle detalles de sus recetas, paladear sus zumos, descubrir si la fama de buena cocinera que la precedía, era cierta.

DSC_0457                 Un día, cuando le quedaba una semana para marcharse, le contó la verdad. Pensaba abrir un restaurante caribeño en Roma y estaba buscando chef. No quería un cocinero de escuela, sino una cubana con talento, que llevara delantales con aguacates dibujados y tuviera una cotorra cantando en la terraza. Y Sonia se miró los tomates de su delantal, que quizás también valieran,  y le echó una ojeada azorada a la cotorra, o mejor dicho al bulto de plumas con una sola pata que dormía en la jaula. Y oyó a medias algo de ganar una fortuna, y tener un apartamento en Roma y de que los papeles no eran un problema porque él se iba a encargar de todo…… No tendría que «inventar» más. Ni estrecheces, ni autoestop, ni mercado negro, ni estraperlo, ni odas al comandante, ni sujetadores de segunda mano, ni socialismo…. No tendría que teñirse más el pelo con agua oxigenada, podría ir al teatro, comer chocolate todos los días, coger un taxi. Durante toda la semana se imaginó en los probadores de los grandes almacenes, mandando largas cartas un poco condescendientes y piadosas a los que se habían quedado en la isla. Soñó todo lo que tenía que soñar y después le dijo que no. Y por su voz, y por su aspecto, y porque balbuceaba algo de que quería quedarse con su marido, y porque estaba llorando cuando se lo dijo, parecía la escena de una telenovela barata. Pero no lo era.

                        Un mes después de marcharse el empresario, le llegaron dos cajas de bombones y una tarjeta con un número de teléfono. Se las comió de un par de sentadas, pero no telefoneó.Semanas después, la vecina la avisó de que había una conferencia para ella. Desde el otro lado de la línea, el hombre, que ella imaginaba, quién sabe por qué, vestido de frac, le preguntó si le habían llegado los chocolates. «Ni los abrí», respondió ella. Y los dos se echaron a reír por la mentiraMIRIAM MÁRQUEZ

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El senegalés que se inventó su propia vida

               Me sorprendió que tuviera un plan tan bien trazado. Le habían prestado un móvil con cámara durante un día solamente, y tenía que amortizarlo. Lo primero que hizo fue meterse la camisa por dentro. Lo segundo, decirle al amigo que le ayudaba que no le grabara las sandalias medio gastadas. “Enseñar lo pies es algo que sólo hace la gente que no tiene dinero”, me comentó Selou. Y él hoy lo tenía todo.

                        Fuimos a la Plaza Mayor. De un tirón y sin ensayar, el senegalés situó a su familia en el centro de Madrid. Les indicó dónde se comía los bocatas de calamares, les contó la historia de Espartero (que, por supuesto en su narración, no se llamaba Espartero), les paseó por delante de las “estatuas vivientes” y los mimos. Algunos, me pareció apreciar, abrían mucho los ojos y ladeaban la cabeza para escucharle mejor.3166267

              Después, cogimos el metro para ir, claro, al Santiago Bernabéu.  Selou le enseñó a su puñado de sobrinos por dónde entraban los jugadores, aunque a la mayoría, me dijo, le gustaba más el Barcelona. Cuando volvimos al centro ya había atardeciendo y andaba a rebosar porque era sábado. Selou se había puesto de mal humor durante el día. Ahora que la grabación había terminado, sólo faltaba pedirle al dueño del móvil que le enviara las imágenes a la dirección de mail de uno de sus sobrinos. Intentaba imaginarse, y eso le entristecía, cómo recibirían en casa su “reportaje”. Le dejé camino del albergue de la asociación Karibú -donde tenía los juguetillos que vendía por la calle-, porque era ya tarde y había quedado en una de esas terrazas de los alrededores de la Plaza Mayor en las que Selou, en realidad, nunca había entrado. MIRIAM MÁRQUEZ.-

 

*Las organizaciones de atención a inmigrantes coinciden en que la mayoría «maquilla» su situación real para no decepcionar o preocupar a quienes, en sus países de origen, tienen depositadas en ellos sus esperanzas.

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